Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia.
Había aparecido de repente, abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido de alguien mucho más alto y corpulento.
Como el abrigo que llevaba era blanco, no conseguía distinguir más que su bufanda roja, que se agitaba violentamente como si fuera una llama que luchaba contra la tempestad.
El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.