Entre los siglos XIX y XX me habitaron grandes aristócratas y llenaron mis calles con su herencia señorial, reflejada en la arquitectura de cada edificio, de cada balcón.
Vásquez, a quien el Pelele vio acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal.
Pero en la soledad del palacio aprendió a conocerlo, se conocieron, y descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza.