Al volante iba un corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.
Si estuvierais en los grandes bosques con otros árboles en derredor, con alces y ardillas y el arroyo no muy lejos, con pájaros cantando en vuestras ramas, podríais crecer, ¿no es cierto?