Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises.
Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio.
Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba las copas.
Cogería el coche de su pueblo y vería el manso paisaje reflejado en las aguas del río, las lomas húmedas y las casonas de Donamaría y Labayen; el jugoso valle de Bertizaran.
Su olfato masculino sintió en la mansa tranquilidad de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo que debía guardar velado para siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció.