No volvió a pensar en ella, ni en ninguna otra, después de que entró al taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar los pescaditos de oro que guardaba en un tarro de lata.
En pocas palabras, después de un arduo esfuerzo por conseguir el barro, de extraerlo, amasarlo, transportarlo y moldearlo, en dos meses no pude hacer más que dos cosas grandes y feas, que no me atrevería a llamar tarros.