Un velo de humo nos separaba de un puñado de hombres que al ir cayendo intentaban lo imposible por asirse unos con otros, para no rodar solos al vacío.
Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero, recogiendo el revólver caído; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante.
Cuando cayó la madre, el pequeño se quedó quieto a su lado hasta que llegué y la levanté, y mientras la llevaba cargada sobre los hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposento.