Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones que se acercaban.
Sancho, puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidió a Dios con una larga y devota plegaria le librase de allí adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su señor.