No sé cuánto tiempo estuve así, acostado de cara al cielo, con la garganta dolorida y los extremos de los dedos palpitándome profundamente, en carne viva.
La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca había ignorado que esto sucediera y trató de mantener el roce sobre sus partes callosas y no dejar escapar el sedal a la palma y evitar que le desollara los dedos.