Se negaba a comer y a beber nada de lo que le ofrecieran por miedo a ser envenenada, y se alimentaba de agua de las fuentes y frutos que ella misma recogía.
Luego un vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en la alberca del patio.
Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite salvaje.
Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí.