Pero justo antes del silbato de partida entran jadeando en el compartimento otros tres señores con gruesas carteras para llevar documentos, abogados evidentemente.
Con esas palabras, la compañera de Matthew cesó su charla, en parte porque se le había acabado la respiración y en parte porque habían llegado a la calesa.
No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, los perros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la noche siguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio.
Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión.
Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al día siguiente.