Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenían un parentesco sanguíneo reconocido.
Alguien le había dicho que no anduviera con su acudiente más de lo indispensable, que no comiera nada que él hubiera probado ni se pusiera muy cerca de su aliento, porque la vejez era contagiosa.
Estaba sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino al cabo de dos horas.