Volvióse para mirar lo que fuera, y vio en la oscuridad dos mascarones negros que, disfrazados con sacos de carbón, corrían tras él dando saltitos de puntillas como dos fantasmas.
Con mucho cuidado salieron de la garganta del monstruo, y al llegar a su inmensa boca siguieron andando muy despacio, de puntillas, por la lengua, que era tan larga y tan ancha como un paseo.
Más allá del puente, la laguna llegaba hasta una arboleda de abetos y arces, reflejando sus sombras cambiantes aquí y allá; un ciruelo silvestre sobresalía del margen, como una niña de puntillas que contemplaba su propia imagen.