Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar.
Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios presentimientos.
Sin enjugarse el llanto, se arregló los cabellos como la que se prepara para una fiesta y apretó el cadáver contra sus senos, entre sus brazos y sus piernas, acurrucada en un rincón del calabozo.