Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sin cesar su preso vuelo policromo.
Poco antes del amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto.
Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de punto, sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a buscar entre los chinos de la cuneta uno más blando.
Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyó estrépito de cascos de caballos y el rechinar de unas ruedas rozando el bordillo de la acera, todo ello seguido de un fuerte campanillazo en la puerta de calle.
Callejeé sin rumbo y varias veces tuve que apartarme contra una pared al oír detrás de mí el claxon de un automóvil o los gritos de balak, balak de algún marroquí que transportaba con prisa su mercancía.
En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un seto a orilla del camino, dejó oír su acostumbrado silbido y dijo: --¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías, porque tendrás que arrepentirte!