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第四章

Le bastó una mirada para reconocer el lucero en la frente y la pelambre cenicienta del que mordió a Sierva María.

Sin embargo, Bernarda no se preocupó cuando se lo contaron. No había de qué: la herida estaba seca y no quedaba ni rastro de las escoriaciones.

Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes de amatista y sus noches de brisas locas.

La Navidad fue más alegre que en otros años por las buenas noticias de España. Pero la ciudad no era la de antes.

El mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar su mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que había dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seis meses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a la espera de que regresaran.

No volvió a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuando una india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta del marqués a la hora sagrada de la siesta.

Era muy vieja, y andaba descalza a pleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos y abortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretos de indios para levantar desahuciados.

El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en entender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al asunto, que el marqués perdió la paciencia.

«Sea lo que sea, dígamelo sin más latines» , le dijo.

«Estamos amenazados por una peste de mal de rabia» , dijo Sagunta,

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