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第五章

Para él era claro. Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a mismo por comodidad.

Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas.

Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro.

Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.

«No importa cuál» , precisó, «siempre que no sea una enfermedad de perro» . El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial, cuál era el sentido de su vida.

«La niña no se va a morir» , dijo, resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga» .

El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lázaro, para ver al arrabiado de que le habló Sagunta.

No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser vista como un síntoma más de las desgracias que se estaban incubando, pues hacía muchos años que no salía de su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos que no había ocasiones más grandes que las infaustas.

La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigió a campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro.

En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron el paso para pedirle una limosna. En el pabellón de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.

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