Durante el camino de vuelta le ocurrió una pequeña aventura. A medio recorrido se dio cuenta que no iba bien encaminado. Recordaba perfectamente que en su trayecto debía encontrarse a los tres lacayos soñolientos, pero ya había dejado atrás cinco o seis habitaciones y a aquellas figuras se diría que se las había tragado la tierra.
Al descubrir su error, retrocedió un poco, tomó la derecha y apareció en un despacho sumido en la penumbra que antes, cuando se había dirigido al cuarto del billar, no había visto; después de quedarse allí parado medio minuto abrió decidido la primera puerta que se encontró a su paso y entró en una habitación completamente a oscuras.
Enfrente se veía la rendija de una puerta por la que se abría paso un brillante haz de luz, y de detrás de esta le llegaban los apagados sonidos de una mazurca.
Aquí, igual que en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par y olía a álamos, a lilas y a rosas… Riábovich se detuvo pensativo… Y en ese instante, de forma completamente inesperada para él, oyó unos pasos apresurados y el frufrú de un vestido, una voz entrecortada de mujer susurró «¡Por fin!», y dos manos suaves, olorosas, indudablemente de mujer, le abrazaron por el cuello; a su cara se apretó una mejilla ardiente y al instante se oyó el sonido de un beso.
Pero de inmediato los labios del beso lanzaron un grito y se apartaron bruscamente del él con gesto de repugnancia, como le pareció a Riábovich.
También él estuvo a punto de gritar y se lanzó hacia la brillante rendija de luz que llegaba de la puerta… Cuando regresó a la sala, el corazón le latía con fuerza y las manos le temblaban de manera tan perceptible que se apresuró a esconderlas tras la espalda.
En los primeros momentos lo torturaron la vergüenza y el miedo, la idea de que toda la sala estaba enterada de que hacía un momento lo había abrazado y besado una mujer; Riábovich se encogía todo y miraba inquieto a todas partes, pero al fin, convencido de que en la sala bailaban y charlaban como antes la mar de tranquilos, se entregó plenamente a esta nueva sensación, algo que hasta entonces nunca había experimentado en su vida.
Le ocurrió algo extraño… Su cuello, que hacía un instante había sido abrazado por aquellas suaves y olorosas manos, le parecía que estaba untado de aceite; y en la mejilla, junto al bigote de la izquierda, donde lo había besado la desconocida, sentía un ligero y agradable frescor, como el que producen las gotas de menta, y cuanto más lo frotaba con más intensidad sentía ese frescor, y todo él, desde la cabeza hasta la punta de los pies, estaba lleno de un nuevo y extraño sentimiento, un sentimiento que no paraba de crecer…
Le entraron ganas de bailar, de hablar, de correr al jardín y de reírse a grandes carcajadas…
Se olvidó por completo de que era un ser algo encorvado y gris, que tenía unas patillas de lince y una «apariencia indefinida» (así se refirieron en cierta ocasión a su aspecto en una conversación entre mujeres que él escuchó por casualidad).