PRIMERA PARTE.
El muchacho se llamaba Santiago.
Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada.
El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.
Decidió pasar allí la noche.
Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche.
No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.
Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer como almohada.
Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más confortables durante la noche.
Aún estaba oscuro cuando se despertó.