Tras los conductores venían dos caballos limoneros. Montaba uno de estos animales un conductor con el polvo del día anterior en la espalda y con una torpe y ridícula pieza de madera sujeta al pie derecho.
Riábovich conocía la función del madero y no le parecía ridícula.
Todos los conductores, todos sin excepción, agitaban maquinalmente los látigos y de vez en cuando lanzaban algún grito.
La pieza propiamente era fea.
En el avantrén se colocaban los sacos de avena, cubiertos de una lona, y del cañón colgaban las teteras, las bolsas y los sacos de los soldados, y todo ello le daba un aspecto de un pequeño animal inofensivo al que no se sabía por qué rodeaban los hombres y los caballos.
A los lados, por la parte protegida del viento, avanzaban a pie y agitando los brazos seis servidores.
Tras la pieza aparecían nuevos artilleros, conductores y caballos limoneros, y tras ellos se arrastraba una nueva pieza, tan fea y tan poco imponente como la primera.
A la segunda la seguía una tercera y una cuarta; junto a la tercera avanzaba a caballo un oficial y así sucesivamente.
La brigada constaba de un total de seis baterías y en cada una de ellas había cuatro piezas. La columna se extendía a lo largo de media versta. Y se cerraba con un convoy junto al cual avanzaba meditabundo, inclinando su cabeza de largas orejas, un personaje francamente simpático: el asno Magar, traído de Turquía por uno de los jefes de batería.
Riábovich miraba indiferente adelante y atrás, a los cogotes y las caras; en otro tiempo se habría amodorrado, pero entonces se hallaba inmerso todo él en sus nuevos y agradables pensamientos.