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La sombra del viento(4)

Quizá con ánimo de evidenciar esta conexión, Barceló vestía invariablemente al uso de un dandi decimonónico, luciendo fular, zapatos de charol blanco y un monóculo sin graduación que según las malas lenguas no se quitaba ni en la intimidad del retrete.

En realidad, el parentesco más significativo en su haber era el de su progenitor, un industrial que se había enriquecido por medios más o menos turbios a finales del siglo XIX. Según me explicó mi padre, Gustavo Barceló estaba, técnicamente, forrado, y lo de la librería era más pasión que negocio.

Amaba los libros sin reserva y, aunque él lo negaba rotundamente, si alguien entraba en su librería y se enamoraba de un ejemplar cuyo precio no podía costearse, lo rebajaba hasta donde fuese necesario, o incluso lo regalaba si estimaba que el comprador era un lector de casta y no un diletante mariposón.

Al margen de estas peculiaridades, Barceló poseía una memoria de elefante y una pedantería que no desmerecía en porte o sonoridad, pero si alguien sabía de libros extraños, era él.

Aquella tarde, después de cerrar la tienda, mi padre sugirió que nos acercásemos hasta el café de Els Quatre Gats en la calle Montsió, donde Barceló y sus compinches mantenían una tertulia bibliófila sobre poetas malditos, lenguas muertas y obras maestras abandonadas a merced de la polilla.

Els Quatre Gats quedaba a tiro de piedra de casa y era uno de mis rincones predilectos de toda Barcelona.

Allí se habían conocido mis padres en el año 32, y yo atribuía en parte mi billete de ida por la vida al encanto de aquel viejo café.

Dragones de piedra custodiaban la fachada enclavada en un cruce de sombras y sus farolas de gas congelaban el tiempo y los recuerdos.

En el interior, las gentes se fundían con los ecos de otras épocas.

Contables, soñadores y aprendices de genio compartían mesa con el espejismo de Pablo Picasso, Isaac Albéniz, Federico García Lorca o Salvador Dalí.

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