«Querrán decir en pesos oro» , dijo.
«No» , le aclararon, «tanto oro cuanto pesa la negra» .
«Una esclava de siete cuartas no pesa menos de ciento veinte libras» , dijo Bernarda. «y no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes» .
Nadie había sido más astuto que ella en el comercio de esclavos, y sabía que si el gobernador había comprado a la abisinia no debía de ser para algo tan sublime como servir en su cocina.
En esas estaba cuando oyó las primeras chirimías y los petardos de fiesta, y enseguida el alboroto de los mastines enjaulados. Salió al huerto de naranjos para ver qué pasaba.
Don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero y señor del Darién, también había oído la música desde la hamaca de la siesta, que colgaba entre dos naranjos del huerto.
Era un hombre fúnebre, de la cáscara amarga, y de una palidez de lirio por la sangría que le hacían los murciélagos durante el sueño.
Usaba una chilaba de beduino para andar por casa y un bonete de Toledo que aumentaba su aire de desamparo. Al ver a la esposa como Dios la echó al mundo se anticipó a preguntarle:
«¿Qué músicas son esas? »
«No sé» , dijo ella. «¿A cómo estamos? »