Estos últimos iban vestidos con ropas hechas de lana de llama y con botas y cinturones de cuero, y llevaban gorras de tela que les cubrían la nuca y las orejas.
Iban en fila india, andando con lentitud y bostezando mientras andaban, como si hubieran estado despiertos toda la noche.
Había algo tan tranquilizadoramente próspero y respetable en su aspecto que, tras un momento de duda, Núñez se adelantó sobre su roca hasta quedar a la vista, y emitió un poderoso grito que resonó por todo el valle.
Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si estuvieran mirando a su alrededor.
Volvieron sus rostros de un lado a otro, y Núñez gesticuló con ostentación. Pero, a pesar de todos sus gestos, ellos no parecieron verle, y al cabo de un tiempo, dirigiéndose hacia las montañas que estaban a la derecha y a lo lejos, gritaron a modo de respuesta.
Núñez se desgañitó otra vez, y después otra, y mientras gesticulaba en vano la palabra ciego afloró otra vez a sus pensamientos.
«Estos necios tienen que estar ciegos», se dijo.
Cuando, después de mucho gritar y enfurecerse, Núñez cruzó por fin el riachuelo por un puentecito, entró por una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, ya estaba seguro de que estaban ciegos. Estaba seguro de que este era el país de los ciegos de las leyendas.
Le había asaltado la certeza y la sensación de estar viviendo una gran aventura verdaderamente envidiable.
Los tres permanecieron uno junto al otro, sin mirarle, pero con los oídos aguzados hacia él, juzgándole por sus insólitas pisadas.