¡Qué lindos eran los días de verano!
¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras!
Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata.
Sí, era realmente encantador estar en el campo.
Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas.
Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido.
Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevos se abrieron uno tras otro.
"¡Pip, pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
-¡Cuac,cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas.