Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer.
Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte.
Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle.
Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas.
Luego, la cabaña se incendió y todos los fusiles que habían en las perchas encima del hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no.
Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar.
La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no habían fusiles.
Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
En la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio.
Había que bajar al valle desde Trisberg, seguir el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río.