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5. El Inmortal - IV

IV

Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales;

el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete.

En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado.

Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre.

Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación.

Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas.

Absortos, casi no percibían el mundo físico.

Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño.

También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo.

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