El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en entender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados.
Vio cromos de revistas, postales amarillentas de las que se vendían como recuerdo en los portales, y fue como un repaso fantasmal a la falacia de su propia vida.
No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche.
Mi principal ocupación sería vagar por las calles de la ciudad, por el hospital de la universidad donde me darían la sopa y por los patios de los colegios, discutiendo a Aristóteles.