每日西语听力

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A más de trescientas millas de Chimborazo y a cien de las nieves de Cotopaxi, en el territorio más agreste de los Andes ecuatoriales, se halla el país de los ciegos, un misterioso valle entre montañas, apartado del mundo de los hombres.

Hace muchos años ese valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar sus uniformes praderas a través de pavorosos barrancos y helados desfiladeros; y en verdad unos hombres lograron acceder a él, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y la tiranía de un malvado gobernante español.

Entonces tuvo lugar la asombrosa erupción del Mindobamba, cuando Quito se sumió en la oscuridad durante diecisiete días, y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces flotaban muertos hasta Guayaquil; por todas partes, a lo largo de las pendientes del Pacífico, hubo deslizamientos y veloces deshielos y bruscas inundaciones, y toda una ladera de la antigua cumbre del Arauca se desprendió y cayó con estruendo, y aisló para siempre el país de los ciegos de los inquisitivos pies de los hombres.

Pero por casualidad uno de esos tempranos pobladores se hallaba al otro lado de los barrancos cuando el mundo padeció esa terrible sacudida, y se vio obligado a olvidar a su mujer y a sus hijos y a todos los amigos y posesiones que había dejado allá arriba, y a empezar una nueva vida en el mundo de abajo.

Empezó de nuevo, pero lo hizo enfermo; se quedó ciego, y murió de malos tratos en las minas; pero la historia que contó engendró una leyenda que ha perdurado a todo lo largo de la Cordillera de los Andes hasta hoy.

Refirió el motivo que le había impulsado a atreverse a abandonar aquella intrincada espesura a la que había sido llevado por vez primera atado a una llama, junto a un enorme montón de bártulos, cuando era niño.

El valle, dijo, tenía todo lo que el corazón de un hombre podía desear: agua dulce, pastos y buen clima, laderas de tierra fértil y rica, con marañas de arbustos que daban excelentes frutos, y, colgados de una ladera, grandes bosques de pinos que detenían las avalanchas.

En lo alto, por tres lados, vastos acantilados de roca gris y verde estaban coronados de hielo; pero la corriente del glaciar no llegaba hasta ellos, sino que se derramaba por las pendientes más alejadas, y sólo de vez en cuando caían del lado del valle grandes masas de hielo.

En el valle no llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales producían un pasto verde y rico, que el riego extendía por todo el espacio del valle.

Lo cierto es que los pobladores prosperaban. Sus animales se criaban bien y se multiplicaban, y sólo una cosa enturbiaba su felicidad. Pero era suficiente para enturbiarla de verdad.

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