Entonces movió la silla de mil suertes y la arrastró contra el suelo, procurando en balde producir un ruido algo semejante al que tanto le avergonzaba.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos.
La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche, pero todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centímetro.