Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio.
Aquellas noches eran las peores porque la madre no alcanzaba entonces el estado de una mansa momia, sino que se transformaba en un Júpiter tronante capaz de asolar con sus berridos la dignidad del más firme.
En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el Cura y Barbero, don Quijote y Panza y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su amo.