Si decían que entendían, no hablaba palabra en latín por no dar tropezón; mas aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y desenvoltísima lengua.
Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax.
Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América.
Le hablaba con gran entusiasmo, aleccionándolo y haciendo que el vallado todopoderoso pasara a colegial ignorante sin que en ningún momento se le ocurriera poder estar fuera de lugar.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su hermosura.
Habló de las bellezas de la vista, de mirar las montañas, del cielo y del amanecer, y ellos le escuchaban con una divertida incredulidad que en seguida se volvió condenatoria.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniquilar las moscas al vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me valdría quedar en buenos términos con él.
Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras.