Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla.
Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento.
El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos.
Cogería el coche de su pueblo y vería el manso paisaje reflejado en las aguas del río, las lomas húmedas y las casonas de Donamaría y Labayen; el jugoso valle de Bertizaran.
Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.
Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.