Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal.
Pero cuando supe que lo había abandonado y que se llevaba a la esquina sus porquerías y ese baúl que no cabía por la puerta de la calle, me sentí más tranquila.
Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran.