La mujer lo atendió, aunque no prometió darle demasiada información acerca de eso, pues los sueños eran el lenguaje a través del cual Dios se comunicaba con cada alma y sólo el soñador podía interpretarlo.
Pero Ana, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, con su suave mejilla contra las apretadas manos y los ojos soñadores, miraba aquel cielo vespertino y tejía sus sueños de futuro con el dorado hilo del optimismo juvenil.