Se incorporó en la cama con una mano aún en la cicatriz de la frente y la otra buscando en la oscuridad las gafas, que estaban sobre la mesita de noche.
Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y vi que por ella salía una muy blanca mano; que la abrían y cerraban muy apriesa.
Apenas cerré la puerta, me tapé la boca con las manos para evitar un grito y agarroté las piernas para no patear con ellas el suelo como un potro salvaje.
Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres.
Viendo lo cual, juró el general de no dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y llegando a embestir con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta.