Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces repetida.
Luego, a una nueva señal, se echaron todos al suelo y se quedaron allí tranquilos: el opaco rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio.
E incluso se le puede dar una interpretación negativa, hablando de la monotonía, de cómo cuando nos levantamos tenemos que hacer siempre lo mismo, especialmente de lunes a viernes.
Además, esgrimió contra los monótonos el texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios.
Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo.
Y descubrí también, con la más inmensa desazón, que en cualquier momento y sin causa aparente, todo aquello que creemos estable puede desajustarse, desviarse, torcer su rumbo y empezar a cambiar.