La carta era muy especial porque en ella me decía que soy muy importante para ella y porque me pintó su casa, que ahora mismo debe estar enterrada en nieve.
La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano.
La costumbre de pintar con ella las casas pudo tener origen en época islámica, o quizás romana, pero se extendió muchísimo entre los siglos XVII y XIX, época de muchas epidemias.
El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir.