Las sombras de los árboles manchaban las camisas blancas de los marchantes cargados de tinajas, escobas, cenzontles en jaula de palito, pino, carbón, leña, maíz.
Pidieron agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las camisas, pero no lograron descansar.
Una barba rala sombreaba sus mejillas y su mentón; el cuello de la camisa aparecía con arrugas y manchas, y la corbata, algo caída, mostraba un nudo ridículamente pequeño.
Se dio cuenta de que llevaba puesta su única muda de los domingos, y que debajo de la camisa tenía la piel carcomida por la sarna de la compañía bananera.
Bayardo San Román estaba inconsciente en la cama, todavía como lo había visto Pura Vicario en la madrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin los zapatos.
Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello de la camisa el botón de oro que usaba siempre, porque tenía el propósito de darse un baño.