Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su rucio, que no le quiso dejar, aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros.
Estaban tristísimos al marcharse, como siempre que nos separamos. El coronel se mantuvo firme hasta el final, pero la pena de Darcy era mucho más aguda, más que el año pasado, a mi juicio.
Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.