Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y, por un instante, me pareció entrever en su mirada un cierto respeto que no había estado allí momentos atrás.
Gustavo Barceló era un viejo colega de mi padre, dueño de una librería cavernosa en la calle Fernando que capitaneaba la flor y nata del gremio de libreros de viejo.
Pese a la atmósfera casi tropical, el librero vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo.
Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi padre, librero de casta y buen conocedor de los catálogos editoriales, jamás había oído hablar de La Sombra del Viento o de Julián Carax.
Por ejemplo, si estás en una librería y estás indicando al librero los libros que quieres, usas este, para hablar del libro que está al alcance de tu mano.