Correteaba de aquí para allá, tarareando un romance de ciego, que le enseñó un juglar y botando la dichosa pelotita de oro, lanzándola contra las paredes.
Había una que tarareaba mi madre, que a mí me alucinaba, incluso en esa época de adolescente en la que yo, ya sabéis que no le echaba demasiada cuenta a lo que decía mi madre.