Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar.
A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de una sordomuda en cinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas.
El escándalo público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la excelencia del soneto.
Pensé en recurrir como siempre a Candelaria, pero tras el balcón comprobé la negrura de la noche, el viento imperioso que azotaba una lluvia cada vez más densa y los relámpagos implacables que se abrían paso desde el mar.